Comprendí que no puedo cambiar el mundo pero sí puedo colaborar para que sea un poco menos injusto.



lunes, 19 de julio de 2010

Un cuento, dos historias

Maia tenía 26 años y estaba en pareja hace dos con Federico, con quien alquilaba un departamento de tres ambientes en Belgrano. Ella publicista y él, contador. Ambos trabajaban de su profesión y aunque no les sobraba el dinero, tenían lo justo para vivir cómodos: un lindo departamento, vacaciones de dos semanas en la costa, un placard completo y una cuenta en el banco con algo de ahorros para comprar un auto.

A fines de aquel noviembre, tras sentir los primeros síntomas, Maia se hizo un test de embarazo que confirmó lo sospechado: estaba embarazada. Feliz con la noticia, se lo contó a su novio quien con mucho gusto la acompañó a hacerse los análisis a la Clínica de la Trinidad de Palermo, donde trabajan con Galeno, su obra social. Los atendió un amable obstetra que en poco tiempo ya les había definido la fecha de parto: 15 de julio.

Ansiosa, Maia salió corriendo de la clínica con ganas de contar la noticia a sus familiares y amigos pero Federico la detuvo: “mi amor, creo que es mejor esperar un tiempo para que veamos que todo va bien”, le dijo. Después de pensarlo unos segundos, ella asintió y lo abrazó.

Periódicamente asistían al obstetra para controlar el embarazo: todo iba perfecto. A los tres meses la noticia era pública: en julio se sumaría un integrante de la familia, que ya les habían confirmado sería varón. Los chicos empezaron a recibir regalos de todos sus conocidos. Faltaban tres meses para que el bebé naciera y el cuarto estaba terminado, tenía ropa de todos los colores, juguetes para tirar por el suelo, cochecito, cuna, silla para comer, mamaderas, chupetes, baberos y hasta un álbum para sus primeras fotos.

Maia trabajó hasta los 8 meses para poder disfrutar de su hijo el mayor tiempo posible después de que naciera. Le hubiera encantado extender su licencia sin goce de sueldo pero la economía no lo permitía. La panza no paraba de crecer y para los primeros días de junio casi no podía levantarse de la silla de lo que le pesaba. El nacimiento era inminente.

El primero de julio hubo una falsa alarma. Las contracciones eran cada vez más frecuentes y Federico decidió llamar un radio taxi y llevarla a la clínica por si acaso. Pero recién el 7 de julio, en la Trinidad, por parto natural y ante la presencia de su padre, nació Tadeo: un bebé de 3.400 Kg y 40 cm. de altura que fue recibido con cariño por toda su familia. Tres días más tarde llegaron a su hogar.


Tadeo cumplió hace unos días sus 19 años, fue a colegio privado, creció con el cariño de toda su familia y amigos, y está estudiando ciencias económicas en la UBA. Trabaja de cadete para una empresa ubicada por el centro, está de novio hace un año y está planeando sus próximas vacaciones en la costa con sus amigos.




Carla tenía 16 años y había estado saliendo unos meses con Juan. Se conocían hacía bastante porque eran vecinos de la Villa 31 en Retiro. Ella vivía con su mamá y 7 de sus 9 hermanos en una casa de 2 ambientes y él con sus 3 hermanos –todos de padres distintos-, algunos cuñados y sus 8 sobrinos en una vivienda similar. Juan tenía 17 y tras repetir dos veces primer año prefirió abandonar el secundario. Ella, estaba cursando cuarto año en un colegio estatal de la zona.

Su relación había comenzado en un octubre. Salieron un sábado a la noche con unos amigos y se terminó por concretar lo que tanto esperaban. El amor crecía y sus salidas eran cada vez más frecuentes. Carla lo quería mucho y terminó por tolerar que su novio se pasara la tarde en las esquinas con sus amigos.

A partir del mes siguiente, ella comenzó a sentir unas molestias a las que no le dio demasiada importancia: comenzó a tener náuseas, se le fue el período, tenía mareos frecuentes y se comenzó a hinchar. “Es por estar tanto con ese chico que se la pasa fumando”, le solía decir su madre.

A comienzos de abril Carla se estaba cambiando cuando su mamá entró al cuarto y, tras echarle un vistazo a su hija, le gritó: “vos no estarás embarazada, ¿no?”. Fue recién ahí que Carla comenzó a sospechar. Decidió esperar otro mes para estar más segura y contárselo a Juan. En realidad, lo que la detenía era el miedo a su reacción.

Los primeros días de mayo confirmó lo que temía: “¿Queeee? ¿embarazada? Uhhh flaca…bueno, está bien”. Esa fue la última vez que lo vio. Al día siguiente, Juan se había ido del barrio. Por supuesto que su mamá hasta el día de hoy le recrimina haberse enganchado con ese chico y desde ese momento le quitó su apoyo por completo. Carla estaba sola con su hijo o quizá su hija, quien sabía.

Su panza era evidente y por vergüenza prefirió dejar el colegio. Fue a un hospital para que la atendieran y afortunadamente recibió la calidez de una doctora muy amable que intentó contener la angustia de la joven y se quedaron charlando un rato. Carla no supo definir hacía cuanto que estaba embarazada, admitió que no se cuidaba, y le contó que estaba sola porque su familia le recriminaba haber buscado el problema ella sola. La doctora le confirmó que el bebé sería varón, que tenía un excelente estado de salud y le dio fecha de parto para el 10 de julio. Un poco más reconfortada y tranquila, volvió a su casa.

El 7 de julio se despertó a las 3 de la mañana con intensas contracciones. La despertó a su mamá que con desgano le dijo que la llevaría al hospital. Era pleno invierno y no tenían mucho abrigo. Salieron de su casa y caminaron varias cuadras hasta que salieron del barrio para poder tomar un taxi en la Av. Pte. Ramón Castillo. Esperaron casi una hora: pasaron cerca de 20 taxis, pero ninguno se animó a parar a gente que salía dela villa. Finalmente su mamá entró corriendo a despertar a algún vecino que tuviera auto y pudiera llevarlas hasta el hospital más cercano.

Llegaron al Fernández y tres horas después ya había nacido Javier, de 2.300 Kg y 45 cm de altura. La mamá de Carla no pasó a ver a su nieto que no recibió ni una visita durante su estadía en el hospital. A los pocos días le dieron el alta y Carla volvió a su casa y poco a poco fue ganando el apoyo de sus hermanos.

Javier dormía en su cama porque no tenía cuna, viajaba en sus brazos porque no tenía cochecito y no salía casi de la casa porque era pleno invierno y no tenían ropa suficiente para abrigarlo. Frente a la desesperación, la salida que encontró su mamá fue la droga. Así fue como él fue educado por una persona adicta.

Javier cumplió hace unos días sus 19 años y hace 4 que se droga. Es papá de Lucas de tres años y de Marisel, de dos. Fue a un colegio estatal y dejó los estudios en cuarto año para trabajar día completo en una construcción y poder colaborar económicamente en su casa. Jamás conoció a su papá; nunca preguntó por él pero hace unos meses se enteró de que había pasado gran parte de su vida entrando y saliendo de prisión por diferentes motivos.

A Javier lo echaron de la obra en la que trabajaba por reducción de personal. Hizo de bachero, verdulero y empleado de mantenimiento. Alguna que otra vez, en momentos de desempleo, ha salido a robar para darle de comer a sus hijos. Su mujer es empleada de limpieza en un supermercado de la zona. Javier es tímido, tiene la tez oscura, su cara es de forma cuadrada y ya no le resulta extraño que la gente cruce la vereda cuando lo ve pasar de noche.

Durante años Javier quiso salir de la villa; ahora perdió el interés en una gran ciudad donde vivir le sería más costoso al tener que pagar el alquiler y los impuestos.

Javier no tuvo la oportunidad de nacer en un hogar cálido, con una familia acogedora y recursos suficientes para disfrutar de una niñez cómoda. En consecuencia, las experiencias de vida de Javier y de Tadeo son diferentes. La socialización primaria y secundaria – desde el nacimiento hasta los 12 años- es fundamental en la formación de la personalidad: uno es lo que es en base a su crianza.

Tadeo tuvo suerte. Javier no. Tadeo ha tenido ayuda desde antes de haber nacido. Javier aún no ha recibido ayuda de ningún tipo.